sábado, 21 de julio de 2007

Roberto Arlt fragmentos de las aguasfuertes porteñas






LOS CHICOS QUE NACIERON VIEJOS



Caminaba hoy por la calle Rivadavia, a la altura de Membrillar, cuando vi en una equina a un muchacho con cara de “jovie”; la punta de los faldones del gabán tocándole los zapatos; las manos sepultadas en el bolsillo; el “fungi” abollado y la grandota nariz pálida como lloviéndole sobre el mentón. Parecía un viejo, y sin embargo no tendría más de veinte años... Digo veinte años y diría cincuenta, porque esos eran los que representaba con su esgunfiamiento de mascarón chino y sus ojos enturbiados como los de un antiguo lavaplatos. Y me hizo acordar de un montón de cosas, incluso de los chicos que nacieron viejos, que en la escuela ya...

Esos pebetes... esos viejos pebetes que en la escuela llamábamos “ganchudos”—¿por qué nacerán chicos que desde los cinco años demuestran una pavorosa seriedad de ancianos?— y que concurren a la clase con los cuadernos perfectamente forrados y el libro sin dobladuras en las páginas.

Podría asegurar, sin exageración, que si queremos saber cuál será el destino de un chico no tendremos nada más que revisar su cuaderno, y eso nos servirá para profetizar su destino.

Problema brutal e inexplicable porque uno no puede saber qué diablos es lo que tendrá ese nene en el “mate”; ese nene que a los quince años va al primer año del colegio nacional enfundado en un sobretodo y que hasta mezquino y tacaño de sonrisa resulta, y después, algunos años más tarde, lo encontramos y siempre serio nos bate que estudia de escribano o de abogado, y se recibe, y sigue serio, y está de novio y continúa grave como Digesto Municipal; y se casa, y el día que se casa, cualquiera diría que asiste al fallecimiento de un señor que dejó de pagarle los honorarios...

No se hicieron la rata. ¡Nunca se hicieron la rata! Ni en el colegio ni en el Nacional. De más está decir que jamás perdieron una tarde en el café de la esquina jugando al billar. No. Cuando menos o cuando más, o a lo más, las diversiones que se permitieron fue acompañar a las hermanas al cine, no todos los días, sino de vez en cuando.

Pero el problema no es éste de si cuando grandes jugaron o no al billar, sino por qué nacieron serios. Los culpables, ¿quiénes son; el padre o la madre? Porque hay purretes que son alegres, joviales y burlones, y otros que ni por broma sonríen; chicos que parecen estar embutidos en la negrura de un traje curialesco, chicos que tienen algo de sótano de una carbonería complicado con la afectuosidad de un verdugo en decadencia. ¿A quiénes hay que interrogar?, ¿a los padres o a las madres?

Fijándose un poco en los susodichos nenes, se observa que carecen de alegría como si los padres, cuando los encargaron a París, hubieran estado pensando en cosas amargas y aburridas. De otra forma no se explica esa vida esgunfiada que los chicos almacenan como un veneno echado a perder.

Y tan echado a perder que pasan entre las cosas más bonitas de la creación un gesto enfurruñado. Son tipos que únicamente gustan de las mujeres, del mismo modo que los cerdos de las trufas, y en sacándolos de eso no baten ni medio.

Sin embargo las teorías más complicadas fallan cuando se trata de explicar la psicología de estos menores. Hay señoras que dicen, refiriéndose a un hijo desabrido:

—Yo no sé a “quién” sale tan serio. Al padre, no puede ser, porque el padre es un badulaque de marca mayor. ¿A mí? Tampoco.

Chicos pavorosos y tétricos. Chicos que no leyeron nunca El corsario negro, ni Sandokan. Chicos que jamás se enamoraron de la maestra (tengo que escribir una nota sobre los chicos que se enamoran de la maestra); chicos que tienen una prematura gravedad de escribano mayor; chicos que no dicen malas palabras y chicos que siempre entraron a la escuela con los zapatos perfectamente lustrados y las uñas limpias y los dientes lavados; chicos que en la fiesta de fin de año son el orgullo de las maestras que los exhiben con sus peinados a la cola y gomina; chicos que declaman con énfasis reglamentado y protocolar el verso A mi bandera; chicos de buenas clasificaciones; chicos que del Nacional van a la Universidad, y de la Universidad al Estudio, y del Estudio a los Tribunales, y de los Tribunales a un hogar congelado con esposa honesta, y del hogar con esposa honesta y un hijo bandido que hace versos, a la Chacarita... ¿Para qué habrán nacido estos hombres serios? ¿Se puede saber? ¿Para qué habrán nacido estos menores graves, estos colegiales adustos?

Misterio. Misterio.





DIVERTIDO ORIGEN DE LA PALABRA “SQUENUN”



En nuestro amplio y pintoresco idioma porteño se ha puesto de moda la palabra “squenun”.

¿Qué virtud misteriosa revela dicha palabra? ¿Sinónimo de qué cualidades psicológicas es el mencionado adjetivo? Helo aquí:

En el puro idioma del Dante, cuando se dice “squena dritta” se expresa lo siguiente: Espalda derecha o recta, es decir, que a la persona a quien se hace el homenaje de esta poética frase se le dice que tiene la espalda derecha; más ampliamente, que sus espaldas no están agobiadas por trabajo alguno sino que se mantienen tiesas debido a una laudable y persistente voluntad de no hacer nada, más sintéticamente, la expresión “squena dritta” se aplica a todos los individuos holgazanes, tranquilamente holgazanes.

Nosotros, es decir el pueblo, ha asimilado la clasificación, pero encontrándola excesivamente larga, la redujo a la clara resonante y breve palabra de “squenun”.

El “un” final, es onomatopéyico, redondea la palabra de modo sonoro, le da categoría de adjetivo definitivo, y el grave “squena dritta” se convierte por esta antítesis, en un jovial “squenun”, que expresando la misma haraganería la endulza de jovialidad particular.

En la bella península itálica, la frase “squena dritta” la utilizan los padres de familia cuando se dirigen a sus párvulos, en quienes descubren una incipiente tendencia a la vagancia. Es decir, la palabra se aplica a menores de edad que oscilan entre los catorce y diecisiete años.

En nuestro país, en nuestra ciudad mejor dicho, la palabra “squenun” se aplica a los poltrones mayores de edad, pero sin tendencia a ser compadritos, es decir, tiene su exacta aplicación cuando se refiere a un filósofo de azotea, a uno de esos perdularios grandotes, estoicos, que arrastran las alpargatas para ir al almacén a comprar un atado de cigarrillos, y vuelven luego a su casa para subir a la azotea donde se quedarán tomando baños de sol hasta la hora de almorzar, indiferentes a los rezongos del “viejo”, un viejo que siempre está podando la viña casera y que gasta sombrero negro, grasiento como el eje de un carro.

En toda familia dueña de una casita, se presenta el caso del “squenun”, del poltrón filosófico, que ha reducido la existencia a un mínimo de necesidades, y que lee los tratados sociológicos de la Biblioteca Roja y de la Casa Sempere.

Y las madres, las buenas viejas que protestan cuando el grandulón les pide para un atado de cigarrillos, tienen una extraña debilidad por este hijo “squenun”.

Lo defienden del ataque del padre que a veces se amostaza en serio, lo defienden de las murmuraciones de los hermanos que trabajan como Dios manda, y las pobres ancianas, mientras zurcen el talón de una media, piensan consternadas ¿por qué ese “muchacho tan inteligente” no quiere trabajar a la par de los otros?

El “squenun” no se aflige por nada. Toma la vida con una serenidad tan extraordinaria que no hay madre en el barrio que no le tenga odio... ese odio que las madres ajenas tienen por esos poltrones que pueden enamorarle algún día a la hija. Odio instintivo y que se justifica, porque a su vez las muchachas sienten curiosidad por esos “squenunes” que les dirigen miradas tranquilas, llenas de una sabiduría inquietante.

Con estos datos tan sabiamente acumulados, creemos poner en evidencia que el “squenun” no es un producto de la familia modesta porteña, ni tampoco de la española, sino de la auténticamente italiana, mejor dicho, genovesa o lombarda. Los “squenunes” lombardos son más refractarios al trabajo que los “squenunes” genoveses.

Y la importancia social del “squenun” es extraordinaria en nuestras parroquias. Se le encuentra en la esquina de Donato Álvarez y Rivadavia, en Boedo, en Triunvirato y Cánning, en todos los barrios ricos en casitas de propietarios itálicos.

El “squenun” con tendencias filosóficas es el que organizará la Biblioteca “Florencio Sánchez” o “Almafuerte”; el “squenun” es quien en la mesa del café entre los otros que trabajan, dictará cátedras de comunismo y “de que el que no trabaja no come”; él, que no ha hecho absolutamente nada en todo el día, como no sea tomar baños de sol, asombrará a los otros con sus conocimientos del libre albedrío y del determinismo; en fin, el “squenun” es el maestro de sociología del café del barrio, donde recitará versos anarquistas y las Evangélicas del latero de Almafuerte.

El “squenun” es un fenómeno social. Queremos decir, un fenómeno de cansancio social.

Hijo de padres que toda la vida trabajaron infatigablemente para amontonar los ladrillos de una “casita”, parece que trae en su constitución la ansiedad de descanso y de fiestas que jamás pudieron gozar los “viejos”.

Entre todos los de la familia que son activos y que se buscan la vida de mil maneras, él es el único indiferente a la riqueza, al ahorro, al porvenir. No le interesa ni importa nada. Lo único que pide es que no lo molesten, y lo único que desea son los cuarenta centavos diarios, veinte para los cigarrillos y otros veinte para tomar el café en el bar, donde una orquesta típica le hace soñar horas y horas atornillado a la mesa.

Con ese presupuesto se conforma. Y que trabajen los otros, como si él trajera a cuestas un cansancio enorme ya antes de nacer, como si todo el deseo que el padre y la madre tuvieron de un domingo perenne, estuviera arraigado en sus huesos derechos de “squena dritta”, es decir, de hombre que jamás será agobiado por el peso de ningún fardo.





LA TRISTEZA DEL SÁBADO INGLÉS



¿Será, acaso, porque me paso vagabundeando toda la semana, que el sábado y el domingo se me antojan los días más aburridos de la vida? Creo que el domingo es aburrido de puro viejo y que el sábado inglés es un día triste, con la tristeza que caracteriza a la raza que le ha puesto su nombre.

El sábado inglés es un día sin color y sin sabor; un día que “no corta ni pincha” en la rutina de las gentes. Un día híbrido, sin carácter, sin gestos.

Es día en que prosperan las reyertas conyugales y en el cual las borracheras son más lúgubres que un “de profundis” en el crepúsculo de un día nublado. Un silencio de tumba pesa sobre la ciudad. En Inglaterra, o en países puritanos, se entiende. Allí hace falta el sol, que es, sin duda alguna, la fuente natural de toda alegría. Y como llueve o nieva, no hay adonde ir, ni a las carreras, siquiera. Entonces la gente se queda en sus casas, al lado del fuego, y ya cansada de leer Punch, hojea la Biblia.

Pero para nosotros el sábado inglés es un regalo modernísimo que no nos convence. Ya teníamos de sobra con los domingos. Sin plata, sin tener adonde ir y sin ganas de ir a ninguna parte, ¿para qué queríamos el domingo? El domingo era una institución sin la cual vivía muy cómodamente la humanidad.

Tata Dios descansó en día domingo, porque estaba cansado de haber hecho esta cosa tan complicada que se llama mundo. Pero ¿qué han hecho, durante los seis días, todos esos gandules que por ahí andan, para descansar el domingo? Además, nadie tenía derecho a imponernos un día más de holganza. ¿Quién lo pidió? ¿Para qué sirve?

La humanidad tenía que aguantarse un día por semana sin hacer nada. Y la humanidad se aburría. Un día de “fiaca” era suficiente. Vienen los señores ingleses y, ¡qué bonita idea!, nos endilgan otro más, el sábado.

Por más que se trabaje, con un día de descanso por semana es más que suficiente. Dos son insoportables, en cualquier ciudad del mundo. Soy, como verán ustedes, un enemigo declarado e irreconciliable del sábado inglés.



Corbata que toda la semana permanece embaulada. Traje que ostensiblemente tiene la rigidez de las prendas bien guardadas. Botines que crujían. Lentes con armadura de oro, para los días sábado y domingo. Y tal aspecto de satisfacción de sí mismo, que daban ganas de matarlo. Parecía un novio, uno de esos novios que compran una casa por mensualidades. Uno de esos novios que dan un beso a plazo fijo.

Tan cuidadosamente lustrados tenía los botines que cuando salí del coche no me olvidé de pisarle un pie. Si no hay gente el hombre me asesina.

Después de este papanatas, hay otro hombre del sábado, el hombre triste, el hombre que cada vez que lo veo me apena profundamente.

Lo he visto numerosas veces, y siempre me ha causado la misma y dolorosa impresión.

Caminaba yo un sábado por una acera en la sombra, por la calle Alsina —la calle más lúgubre de Buenos Aires— cuando por la vereda opuesta, por la vereda del sol, vi a un empleado, de espaldas encorvadas, que caminaba despacio, llevando de la mano una criatura de tres años.

La criatura exhibía, inocentemente, uno de esos sombreritos con cintajos, que sin ser viejos son deplorables. Un vestidito rosa recién planchado. Unos zapatitos para los días de fiesta. Caminaba despacio la nena, y más despacio aún, el padre. Y de pronto tuve la visión de la sala de una casa de inquilinato, y la madre de la criatura, una mujer joven y arrugada por las penurias, planchando los cintajes del sombrero de la nena.

El hombre caminaba despacio. Triste. Aburrido. Yo vi en él el producto de veinte años de garita con catorce horas de trabajo y un sueldo de hambre, veinte años de privaciones, de sacrificios estúpidos y del sagrado terror de que lo echen a la calle. Vi en él a Santana, el personaje de Roberto Mariani.



Y en el centro, la tarde del sábado es horrible. Es cuando el comercio se muestra en su desnudez espantosa. Las cortinas metálicas tienen rigideces agresivas.

Los sótanos de las casas importadoras vomitan hedores de brea, de benzol y de artículos de ultramar. Las tiendas apestan a goma. Las ferreterías a pintura. El cielo parece, de tan azul, que está iluminando una factoría perdida en el África. Las tabernas para corredores de bolsa permanecen solitarias y lúgubres. Algún portero juega al mus con un lavapisos a la orilla de una mesa. Chicos que parecen haber nacido por generación espontánea de entre los musgos de las casas-bancas, aparecen a la puerta de “entrada para empleados” de los depósitos del dinero. Y se experimenta el terror, el espantoso terror de pensar que a estas mismas horas en varios países las gentes se ven obligadas a no hacer nada, aunque tengan ganas de trabajar o de morirse.

No, sin vuelta de hoja; no hay día más triste que el sábado inglés ni que el empleado que en un sábado de éstos está buscando aún, a las doce de la noche, en una empresa que tiene siete millones de capital, ¡un error de dos centavos en el balance de fin de mes!





NO ERA ÉSE EL SITIO, NO...



Hoy, pasando por Garay y Chiclana, he visto la estatua de Florencio Sánchez... Unos perros se husmeaban mutuamente al pie del zócalo, y la desolación del cielo agriamente azul sobre la melenuda cabeza del escritor, se sumaba a la tragedia descolorida de un cartelón amarillo del Ejército de Salvación. Y mirando en torno, las humildes casitas de una planta, con cocinita delantera, me impregnaba de tristeza proletaria. Me dije:

—No; no era ése el sitio, no.

Si el alma vive y conserva sus facultades de discernimiento después de la muerte, se me ocurre que al alma de Florencio Sánchez le hubiera gustado que su estatua la pusieran en la calle Corrientes. En cualquier esquina, frente a algún café.

Sí, a él le hubiera gustado allí.

Para que lo contemplen todas las aprendizas de bataclanas, para que su metal y su espíritu se impregnen del perfume de las hetairas que pasan, y para que lo observaran con amabilidad de viejos amigos las actrices que a la una de la madrugada van a tomar un chocolate en cualquiera de los mil cafés que decoran la calle.

Y se me ocurre que el trágico Florencio Sánchez de Riganelli hubiera terminado de sonreír.

Sí... hubiera sonreído al amanecer, cuando el sol alumbra las cornisas de los rascanubes y la calle, repleta de sombras azules y cajones de basura, ostenta mozos que con delantal de carpintero barren los zaguanes y friegan los mármoles de las “botiglierías”.

Hubiera sonreído cuando, a las once de la mañana, salen las muchachas de las “maisones”, y las trasnochadoras, con ojos todavía hinchados de sueño, asoman a los balcones de sus departamentos para “ver cómo se presenta el día”.

Y Florencio Sánchez no hubiera estado solo.

Le haría compañía el tráfico fenomenal de la calle típica. Los muchachos cabelludos, desde el interior de algún café, lo mirarían pensando: “Algún día seremos como vos”, y las viejas actrices, las que están laminadas y trasijadas de escenario y descoloridas por las candilejas, recordándolo pasarían diciendo: “Cómo le gustaban las mujeres. Y más que las mujeres, el arte.”

Y Florencio Sánchez no hubiera estado solo.

Tendría la compañía de sus hermanos los canillitas, los canillitas de la calle Corrientes, que cuando ofrecen una revista a una bataclana lo hacen con el mismo gesto que si le regalaran un ramo de flores. Tendría la compañía de los vigilantes de la calle Corrientes, que cuando ven pasar a sus habituales vecinas, las muchachas de “las cinco de la tarde a las cinco de la mañana”, las saludan amablemente, como si ellos fueran sus amigos. Tendría la compañía de los solemnes vagos y “squenunes” de la urbe, que desde las tres de la tarde a las cuatro de la mañana, se atornillan en las mesas a charlar de nada, de todo, de mucho y de nada.

Y Florencio estaría contento. Me jugaría la cabeza que estaría contento. En su cuerpo de bronce penetraría el calor de tanta mirada de mujer emperifollada y perfumada, tanta sonrisa amable de milongueras y malandrines despertaría su sonrisa. Y estaría siempre acompañado. De sol a sol y de luna a luna escucharía el estrépito de los automóviles bacanes, el ruido de la multitud que entra y sale de los veinte cines y teatros de la calle; recibiría el saludo de los autores noveles, que recién estrenan y que al pasar le dirían:

—Chau, hermano. Algún día te haremos compañía.

Y Florencio estaría contento.

Contento de escuchar las discusiones de los actores que van a tomar el vermouth a la una de la tarde, para almorzar a las dos; regocijado de oír a las tres de la tarde, en la vereda, el taconeo de las grelas que van a comprar yerba para cebarle mate a sus señores de horca, palo y leña; y su espíritu toleraría festivamente el discurso que un poeta borracho, regoldando vino, le largaría un amanecer. Sí, sonreiría. No les quede duda alguna. Porque él amaba la sustancia rea de esta ciudad tan macanuda.

No era un hombre serio que mereciera tener estatua en la avenida Alvear, o en la plaza Constitución. Ni tampoco allí, en Chiclana, junto al desolado cartón amarillo del Ejército de Salvación. No, ¡por Dios! Si Florencio pudiera resucitar, protestaría. Diría que no quiere salvarse. Que si le quieren poner estatua, que... bueno, que lo ubiquen: pero en la calle Corrientes, en la calle más linda del mundo... a la sombra de los teatros, a la vista de las muchachas que se pintan los ojos, los labios y el corazón, y que noche tras noche florecen a la luz de aluminio de la luna y a la luz verde, roja y azul de los cientos de letreros luminosos invitando a pensar que la vida es linda, que las mujeres son buenas y los hombres fraternos.

Sí. A Florencio le hubiera gustado allí... (y si me guardan el secreto), a diez metros del Politeama de ladrillos chocolate y techo complicado, como el puente de un navío.




Bio:

Roberto Arlt nació en Buenos Aires el 26 de abril de 1900. Narrador, periodista y dramaturgo, su producción escrita comprende cuatro novelas: El juguete rabioso (1926), Los siete locos (1929) y Los lanzallamas (1931) —originalmente, primera y segunda parte de una sola novela—, y El amor brujo (1932); dos libros de cuentos: El jorobadito (1933) y El criador de gorilas (1941); varias obras de teatro: Trescientos millones (1932), Saverio, el cruel (1936), La isla desierta (1937), El fabricante de fantasmas (1937), África (1938), Separación feroz (1938), La fiesta de hierro (1940), El desierto entra a la ciudad (1942), y dos recopilaciones de sus artículos periodísticos, aparecidos principalmente en el diario El Mundo: Aguafuertes porteñas (1933) y Aguafuertes españolas (1936), además de diversos volúmenes publicados en forma póstuma. Murió el 26 de julio de 1942, de una afección cardíaca, luego de presenciar el ensayo de una de sus obras en el Teatro del Pueblo.

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